Monday, April 20, 2009

Sobre Vincent

Es salir corriendo del trabajo, sintiéndome culpable. Es cambiar del metro al tren en Diagonal, subir la cuesta de Sant Gervasi de Cassoles corriendo aunque no vaya tarde, tocar el ático cuarta, saludar imperceptiblemente al portero que no me oye, vacilar frente al botón del sobreático en el ascensor, tocar el timbre, esperar el click misterioso de la puerta que se abre mecánicamente, movida por un mando a distancia, es sentarme en un sillón de cuero, respirar el orden, es coger el libro que dejé estratégicamente colocado en la biblioteca la semana anterior, la angustia si no lo encuentro donde debería estar, me huele a complot y sabotajes, primero fue Finnegans Wake, de puro pretenciosa, pero es terrible leer dos páginas de esa locura y luego pasar al otro lado, para esperar a la semana siguiente. El momento llegará, claro que llegará, pero ahora es coger Gros Câlin de Romain Gary alias Emile Ajar -o al revés- y pensar que el amor no es una serpiente, que debe haber otra cosa más allá de esa boa constrictor que aprieta y aprieta y aprieta, y apuntarlo en el cuaderno, y con ese pensamiento esperar que -quizá, ojalá- aparezca el chico guapo de los martes que ya no es tan chico, hace tiempo que no lo veo, pero cómo coordinar esa mecánica de timbres y puertas cuyo único gobierno es que sólo se abren cuando a él le da la gana, pero mira que vas a venir a ligar al analista. Por lo menos se está tratando, justifico inmediatamente, y si a ver vamos, tú también. Es entrar al lavabo, reverso de la limpieza implacable de la sala de espera, lleno de escaleras de metal y trastos y productos de limpieza, pensar en el Malkovich - Malkovich, buscar inútilmente el interruptor de la luz en el lugar equivocado, moverlo y saber que no va a pasar nada, tantear en la oscuridad de su back-yard, del sitio al que va a parar todo lo que no tiene lugar en el otro lado, en el lado del botón implacable y preciso. Es interrumpirme al ver la puerta cerrarse y escuchar la incógnita de los pasos del otro, del anterior, de esa vida secreta que discurre antes y después de mí. Es volver a colocar el libro en el lugar señalado y recordable, esperando que la próxima semana siga allí, que no haya sido perturbado. Es coger los dos kilos de pertrechos, dar la mano torpemente, Hola Doc, Hola Vincent, es el mismo tic invariable de pasarme la mano por la cara y tenderme en ese diván reciente, dar vueltas y vueltas sobre los anillos que voy echando en el tronco de la memoria, pensar, podar ramas y quitar hojas, es escuchar a Vincent que teclea ¿Escribe sobre mí?¿Responde mails? ¿Hace la compra del super por Internet? Es sumergirme en ese silencio que da miedo miedo, en ese no lugar suspendido quién sabe dónde, tan lejano a la bulla de los sueños, es esperar el de la partida y los ajá, ajá que dictaminan que por ahí es, es -finalmente- escuchar la silla que se corre y la tela que se rasga y, a veces, un eso es, prueba superada, y me lamento porque es tanto y tampoco, es incorporarme así de mala gana, coger otra vez los peroles, siempre torpemente, siempre nerviosa, siempre en evidencia, es buscar enredada la plata y darme cuenta de que Vincent está cada vez más simpático, más conversador, sonreír para adentro por eso, pero bien para adentro porque no quiero que se de cuenta. Es pagar, dar la mano y hasta el martes, es traspasar la puerta y sentir una revelación pequeñita o grande, una revelación que me he hecho yo, es ir al mercado, a comer castañas o bajar caminando a Gracia, eso es lo de menos, porque Vincent no es Vincent, es el ritmo, es el rito, es la tienda, la casa, el sitio que tiene en esta geografía mía, la forma de mariposa cuadrada redonda concéntrica que dibuja este recorrido en quién sabe qué atlas. Es un taxi que tomo para llegar más rápido a otro punto. Vincent es el nombre de una ciudad que sólo existe los martes y los viernes, a una hora determinada, si tomo el tren correcto. Es una puerta, un ascensor, un piso encerado, es volver desandando el camino con los ojos bien abiertos, y también dar rodeos cuando hay algo que no quiero decir. Es pensar de repente que esa ciudad dejará de existir algún día. Es saber que un día cualquiera, y sin ningún motivo, voy a tomar otro tren.

2 comments:

Alicia C Pérez E said...

Yo tuve mi día Vicent ayer... duró 1 hora. Un encuentro con 4 mariquitas encima de mi mientras veía el mar con los ojos cerrados sentada al final del malecón :)

Chuchi said...

Fantástico empleo del tiempo :)